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CAVENDISH: La Constante Gravitatoria. Pura Atracción – Miguel Ángel Sabadell

Descripción

La Constante Gravitatoria fue descubierta por Henry Cavendish, él es una de esas figuras de la historia de la ciencia que se encuentra indisociablemente unida a un gran experimento. En nuestro caso se trata de uno de los más sutiles, difíciles y elegantes: la determinación de la constante de la gravitación universal. Algún otro lector, más aficionado a la química, lo recordará como el descubridor del hidrógeno, hecho que también recogerá esta biografía de quien el físico francés decimonónico Jean-Baptiste Biot -un nombre bien conocido entre los estudiantes de electromagnetismo- dijo que fue el «más sabio de los ricos y el más rico de entre los sabios». 

Christa Jungnickel y Russell McCormmach, coautores de la monumental biografía Cavendish: the Experimental Lije, lo definieron como «uno de los grandes científicos del siglo xvm, uno de los hombres más ricos del reino, vástago de una de las más poderosas familias aristocráticas, un fanático de la ciencia y un neurótico de primer orden». De las pocas biografías que hay sobre su persona, la gran mayoría de ellas lo describen como un genio atormentado. George Wilson, en su obra The Lije oj the Honourable Henry Cavendish, lo describía como un hombre sin pasión alguna, sir Edward Thorpe, editor del volumen Scientijic Papers oj the Honourable Henry Cavendish, dejó escrito que «no fue un hombre como los otros hombres, sino simplemente la personificación y la encamación de una intelectualidad fría y desapasionada».

Pero dejando a un lado la peculiaridad de su carácter, su timidez extrema -hasta el punto que se comunicaba con el servicio doméstico mediante notas escritas-, su completa honradez y su amor por la investigación, lo más llamativo de su vida como científico es que se supo muy poco de su trabajo, ya que publicó muy poco de lo que investigó. Incluso hoy en día muchos de sus cuadernos de notas se mantienen inéditos. 

De lo que ha salido a la luz hemos descubierto que, si hubiera publicado el resultado de sus experimentos, la ciencia se hubiera beneficiado de varias décadas de adelanto. Por ejemplo, tal y como pudo comprobar James Clerk Maxwell cuando editó los cuadernos de Cavendish con sus experimentos sobre electricidad, este descubrió la ley que gobierna la fuerza electrostática antes que Coulomb y la ecuación que relaciona la resistencia con la intensidad de corriente y la diferencia de potencial antes que Ohm. 

Para comprender el trabajo de Cavendish es necesario entender cómo era la ciencia en su época. Para empezar, lo primero que hay que saber es que en el siglo XVIII no existía tal vocablo, era un concepto absolutamente desconocido: la ciencia era filosofía natural. Ahí quedaban englobadas la física y la química, así como cualquier otra rama relacionada con la tecnología. Por otro lado, estaba la historia natural, relacionada con lo que hoy llamamos biología y geología, entre otras disciplinas. Cavendish fue, sin lugar a dudas, un filósofo natural. El tiempo que le tocó vivir fue, en realidad, el de la Revolución Industrial.

No fue el momento de los científicos, sino de los tecnólogos. La máquina de vapor y los diferentes procesos industriales asociados a ella han sido los que han definido esa época en la historia. La ciencia había conocido sus momentos de gloria, primero con Copémico, Galileo y Kepler, y luego con Newton. 

El siglo XVIII seguía mirando al genio de Woolsthorpe Manor, de hecho, después de cien años, las enseñanzas de la Universidad de Cambridge seguían teniendo por modelo de excelencia sus Principia. Para Newton la investigación científica tenía un nombre, query, el hecho de preguntarse, de indagar, un asunto sobre el que inquirir, examinar cuidadosamente algo. Durante largo tiempo, en el siglo XVIII esta idea fue una poderosa fuerza directora en el mundo académico de la filosofía natural. 

Preguntas, interrogantes y apasionadas búsquedas de la verdad – un colega de Cavendish dijo de él que «el amor a la verdad era suficiente para llenar su mente»- quedaban subsumidos bajo una de las palabras favoritas de los filósofos naturales ingleses, inquiry, el acto de preguntar o cuestionar. En la época de Newton la ciencia estaba en su infancia. Nadie tenía ni la más remota idea de dónde podía llegar, si se convertiría en un ente bondadoso o en un monstruo. Newton se esforzó en explicar lo que era la ciencia y en intuir cuál podía ser su futuro.

Escribió sobre los métodos de investigación, las reglas de pensamiento y las preguntas que le habían motivado a investigar. No es de extrañar que los científicos de la centuria siguiente, la de Cavendish, lo llamaran el Sabio. Y eso que la importancia del gran hombre empezaba y terminaba en la óptica y la mecánica. Pero sus preguntas huérfanas de respuesta, muchas de las cuales ocuparon las últimas páginas de su gran obra experimental, Opticks, sirvieron de motivación y acicate para quienes llegaron a la ciencia después de él. Cavendish siguió este rumbo. 

La ciencia es una creación humana curiosa. Por lo general, tenemos miedo a las preguntas: en la escuela el maestro nos bombardeaba con preguntas, los médicos nos aterran por lo que pueden llegar a significar nuestras respuestas y en un juicio los abogados pueden mortificarnos sin piedad. Pero en ciencia las preguntas son el estímulo para un trabajo productivo. Y las preguntas correctas nos llevan a las teorías. En el lenguaje coloquial, teoría puede significar desde una simple conjetura a algo que no podemos ver directamente. Pero en ciencia significa mucho más: una teoría científica es aquella que explica todo un conjunto de fenómenos de manera coherente y predice otros que aún no se han observado, significa el culmen de un programa de investigación.

El siglo XVIII marcó el inicio de la búsqueda de esas teorías que explicarían fenómenos tan dispares como la electricidad o el calor. Todo ello sucedió en una Europa que atravesaba un período de conmoción intelectual, social y política. Era la época de la Ilustración, la época en la que las ideas que habían ido madurando un siglo atrás empezaron a convertirse en la guía para un cambio global. 

Las ideas políticas de John Locke, Thomas Hobbes y otros conducirían a una noción de democracia que acabaría por eliminar el absolutismo monárquico implantado en el Continente. Y a finales de ese siglo, las ideas económicas de Adam Smith proporcionarían la base intelectual para el desarrollo del capitalismo moderno. Fue en esta época de intenso dominio de la razón cuando la ciencia se convirtió en una pieza central del discurso público. En ciencia dominaba el cálculo y la mecánica, mientras la química intentaba despojarse de los ropajes místicos de la alquimia, y la geología y la biología no pasaban de ser unos meros infantes.

La mecánica dominaba el pensamiento científico en un mundo en el que el máximo interés intelectual era eliminar todo rastro de creencias y doctrinas no basadas en la razón. En el siglo anterior se crearon dos importantes organizaciones, la Académie des sciences de París y la Royal Society de Londres, dos instituciones cuyo propósito principal era la investigación científica y la diseminación del conocimiento. A ellas les siguieron la Academia de Berlín, la de San Petersburgo, la Sociedad de Turín … , todas ellas bajo el patronazgo de un rey y sometidas, por tanto, a los devaneos políticos del momento, pero que constituyeron un fenómeno que se fue propagando con diferente intensidad por toda Europa. 

El siglo XVIII fue el momento en que nació lo que sería una de las piedras angulares de la investigación en siglos venideros: las revistas científicas. La primera fue Philosophical Transactions of the Royal Society, seguida de Mémoires de la Academia de París, y otras no ligadas a ninguna institución. Muchas de estas nuevas revistas iban dirigidas a una amplia audiencia, más allá de la propia comunidad científica. En cierto sentido, podrían considerarse como las primeras revistas de «ciencia popular», un instrumento para explicar a los no especialistas los resultados de las investigaciones experimentales y las especulaciones teóricas.

El siglo XVIII llama también la atención por ser la época en que los tratados científicos podían convertirse en best sellers. Uno de los libros del matemático Leonhard Euler, Lettres a une princesse d’Allemagne (Cartas a una princesa alemana), vio hasta 38 ediciones en nueve idiomas y se mantuvo en imprenta durante todo un siglo. Claro que este matemático y físico suizo fue una persona muy prolífica: el historiador de la ciencia Clifford Truesdell ha calculado que Euler da cuenta del 25 % de toda la producción científica del siglo XVIII él solito. 

Si hay que resaltar con grandes letras de neón a los dos grandes científicos ingleses del Siglo de las Luces, estos serían Henry Cavendish y Joseph Priestley (al que conoceremos también en esta biografía). Ambos estuvieron embarcados en la que podría considerarse como la gran aventura científica de la época: el estudio de la materia. Un camino iniciado el siglo anterior por el gran empirista Robert Boyle, cuya obra The Sceptical Chymist (El químico escéptico) es a la química, lo que los Principia de Newton fue para la física. El mundo de Cavendish estaba regido por una profunda curiosidad que abarcaba todas las ramas del conocimiento. Se buscaba entender la naturaleza, el ser humano, la sociedad, la historia. Ese fue el entorno en el que se movió nuestro protagonista. Un hombre que, como lo describió un familiar cercano, el quinto duque de Devonshire, «no es un caballero. Él trabaja»

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  • Introducción
    Capítulo 1 Un Niño De Alta Cuna
    Capítulo 2 Un Hombre Peculiar
    Capítulo 3 El Químico Tímido
    Capítulo 4 De Hidrógeno Y C02
    Capítulo 5 A Vueltas Con La Electricidad
    Capítulo 6 Creando Agua
    Capítulo 7 Escuela De Calor
    Capítulo 8 El Peso Del Mundo
    Lecturas recomendadas
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